lunes, 14 de agosto de 2017

UN CASO DE LEUCEMIA EN UNA INDIGENA KUKAMA. Más allá del hecho concreto

Iquitos, 14 setiembre 2017

Manolo Berjón
Miguel Angel Cadenas

“El doctor me quiere enviar a Lima, pero yo no quiero ir”. Quien hace esta rotunda afirmación es María [nombre ficticio], una indígena kukama rondando los 60 años, con un diagnóstico de leucemia. Ya estuvo más de un mes en Lima en neoplásicas y su experiencia no fue todo lo grata que le hubiera gustado. No es cuestión de malos tratos. Al menos, no conscientemente. Lo cierto es que María se resiste al consejo del doctor de viajar a Lima, y no es la única. Desde el punto de vista occidental esto equivale a una muerte segura. Muchos pacientes prefieren “morir en casa” antes que tener que viajar lejos de los suyos. Anotemos, a vuela pluma, algunas de las resistencias. Una nota tan breve sólo puede sugerir. La importancia de la sangre en pueblos indígenas daría para un tratamiento mucho más extensivo, que no vamos a tener en cuenta acá.


1.   
    Los afectos son importantes en la vida. Y cuando la vida se endurece más de lo debido aflora la afectividad. Le añadimos que, para los pueblos indígenas, no hay separación entre razón y emoción, una dicotomía tan cara a occidente. Ambos se asientan en el corazón y ambos están imbricados mutuamente. Siempre, pero especialmente, en los momentos decisivos de la vida los afectos juegan un rol preponderante. El cuerpo siente.

2.       Para los indígenas, el trato continuo es lo que nos hace humanos. Pero no humanos en general, sino de un grupo determinado. De tal manera que el contacto con extraños, una comida extraña, un habla extraña, un paisaje extraño, una temperatura, olores, sensaciones… a la que no estás acostumbrada, provocan una transformación: una forma de “hacerse blanco”, que en este caso concreto María no desea. Cuando una persona se enferma utiliza el “sistema de salud” (hospital, chamánico, alternativo…) que más seguridad le ofrece. Y ahora, por múltiples motivos, el hospital no le ofrece mucha confianza, prefiere estar cerca de los suyos.

3.       La distancia genera olvido. Y Lima está muy lejos para una familia que vive en Iquitos. Es temporal, no es definitivo. Pero la distancia disminuye los apoyos afectivos. Los teléfonos ayudan, pero la presencia es fundamental (y todavía no hay teletransportación).

4.       La distancia, además de la separación afectiva que hemos señalado, también disminuye el apoyo económico. En la última visita que le hicimos a María, sus familiares estaban realizando una parrillada para hacer un poco de dinero. En su anterior estadía en neoplásicas en Lima le trataron todo lo relativo al cáncer. Pero María es, también, diabética. Para esta afección el hospital no le ofreció ayuda y sin una red familiar cercana y fuerte, ¿cómo comprar las medicinas adecuadas? La especialización de los hospitales tiende a ver al enfermo como un cuerpo afectado por una enfermedad localizada, no como una persona que necesita una intervención integral.

5.       En los grandes hospitales la tentación es tratar a los pacientes como un número más, sin rostro, por más que pongan tus datos a pie de cama. Además, la medicina hospitalaria trata al enfermo como un cuerpo. Y no todo el cuerpo sino como una afección localizada en una parte específica del cuerpo. Te tratan de cáncer, pero no pueden hacer nada con tu diabetes, para seguir con el ejemplo de María.

6.       “Si me muero, más gasto para traerme de nuevo a Iquitos”. En resumen, prefiero quedarme en mi casa, con mis familiares.

No nos parece que sea muy difícil de comprender esta postura. Es perfectamente racional y razonable en un modo de pensar indígena. Lo cual plantea que vivir en un país con múltiples culturas conlleva un tratamiento diferente de las instituciones públicas para poder atender a todos los pacientes, no sólo a unos cuantos. Y para poder hacerlo hay que adecuar políticas públicas que incorporen otros saberes, otras visiones de la vida, otras antropologías. Si María tuviera la seguridad que algunos de estos requisitos se cumplieran viajaría a Lima. Ella sabe que su vida se acorta y ama su vida. La disminución de plaquetas le acarrea un cansancio mortal, ella lo sabe y lo siente. Pero desea evitar la soledad generada por la separación. Para los indígenas cuando una persona se siente sola es visitada por espíritus que le invitan a transformarse en uno de ellos: la muerte como una transformación.

Probablemente, si decide no viajar a Lima, María morirá pronto. Sus familiares la llorarán, dudamos que nadie más lo haga. Su caso desnuda una realidad: un país centralizado, con pocas oportunidades en provincias y un sistema público de salud desconocedor y de espaldas a su población indígena. ¿Habrá servido su caso para replantear el sistema de salud? Dejémoslo como interrogante, aunque nos alberga la incertidumbre. María es uno de los millones de indígenas que habitan las ciudades peruanas.

Algunos amigos, que escriben mejor que nosotros, y han experimentado un cáncer, en carne propia o de su familiar más cercano, podrían ensayar una experiencia tan dolorosa como el cáncer, el sistema de salud peruano, las diversas racionalidades y los avatares por los que tienen que transitar.