Iquitos, 30 de enero de 2017
La base petrolera se asentó en el
territorio de la comunidad de Saramuro y los desplazaron. Los que se fueron
hacia arriba se denominaron San José de Saramuro y los que se retiraron más
abajo terminaron por aceptar Saramurillo, nombre que les impuso el Ministerio
de Educación en la creación de su escuela: http://lacandeladelojo.blogspot.pe/2016/09/cuando-la-historia-resitua-la-hipotesis.html.
© Manolo Berjón 2014
Durante décadas “el apoyo”
consistió en 24 horas de luz y “agua potable” (que no tiene nada de potable,
por cierto), a la comunidad de San José de Saramuro. Como contrapartida tenían
que cultivar la base petrolera. Mayor injusticia, imposible. Saramurillo fue
creciendo poco a poco. La gente de Saramurillo aumentó al calor del trabajo en
las services de las petroleras, pero continuaron sin recibir luz 24 horas al
día y el “agua potable” (que insistimos que no es potable) llegó muy tarde. Este
es parte del trasfondo de la elección de Saramurillo como lugar del paro que se
desarrolló en las cuencas petroleras de los lotes 8 y 192 por parte de algunas
organizaciones indígenas.
Todo esto para indicar que no se
puede “ayudar” únicamente a una comunidad, porque no son así las dinámicas de
los pueblos indígenas. Y en lugar de ayudar se crea una fuerte tensión. Es
decir, la unidad mínima de apoyo no es una comunidad. Hay que pensar en
unidades más grandes si deseamos que el apoyo sirva para algo más que para
exacerbar las diferencias y provocar conflictos entre comunidades vecinas.
Si señalamos la necesidad de contextualizar
en ámbitos superiores a la comunidad, de igual manera indicamos la necesidad de
diseccionarla. Una comunidad del bajo Marañón recibió el apoyo de una ONG, y
financiación extranjera, para crear un albergue turístico. Se eligió a unas
personas que regentaran el albergue y se conectaran con los turistas. La
contrapartida era dar algún apoyo a la comunidad por parte de los regentes.
Todo iba viento en popa al comienzo, pero pasó el tiempo y comenzaron las
tensiones. La comunidad comenzó a percibir (o pensar, que para este caso es lo
mismo) que los regentes de este albergue no estaban aportando a la comunidad lo
que habían convenido. Las tensiones, en base a chismes y discusiones, fueron
emergiendo en la comunidad.
Pasado un tiempo la persona que
regentaba el albergue se enfermó. Pasó por hospitales y doctores varios, no
encontró curación. Visitó chamanes y practicó varias sesiones curativas sin
encontrar mejoría, pero señalaron varios responsables. Participó en diversos
tipos de iglesias para, pidiendo perdón a Dios, encontrar la salvación (a la
que está unida la salud). Todo fue en vano. Varios chamanes certificaron que le
habían hecho daño: envidia. Y llegó la muerte, con el impacto que eso crea en
la vida familiar y en la misma comunidad. El albergue terminó cerrando, la comunidad
continuó con su vida “normal”.
El apoyo puede exacerbar las
diferencias al interior de la comunidad, algo que termina, más pronto que
tarde, por pasar factura. Es preciso apostar por la vida buena. Pero,
precisamente, es necesario una mayor reflexión sobre lo que implica esa vida
buena. No siendo que las buenas intenciones, de las que infierno está repleto,
terminen por generar más conflictos y alejar la vida de las personas de esa
vida buena que se persigue. Otro tanto sucede con apoyos diminutos dejando las
comunidades vecinas en ayunas, provocando conflictos innecesarios. La comunidad
no es la unidad mínima, aunque hay que tener en cuenta la comunidad como una
totalidad en un contexto más amplio: fundamentalmente, una cuenca.
Manolo Berjón
Miguel Angel Cadenas